lunes, 9 de octubre de 2023

PABLO NERUDA: POESÍA "EL NIÑO PERDIDO". UNA REFLEXIÓN SOBRE LA POLARIDAD ADULTO-NIÑO.

Lenta infancia de donde

como de un pasto largo

crece el duro pistilo,

la madera del hombre.


El niño perdido es una  poesía de Pablo Neruda que se incluye en el primero de los cinco libros que constituyen su "Memorial de Isla Negra", libro que titula "Donde nace la lluvia". Para los que deseéis leer la poesía antes de entrar en el comentario, la podéis leer en la nota 1 al pie de página.

I. ¿QUIÉN FUI? ¿QUÉ FUI? ¿QUÉ FUIMOS?

Esta poesía de Neruda, desde su ritmo, y un tono que se intuye entre nostálgico y melancólico, nos define un tema bien conocido para la psicología y la psicoterapia  que nos atañe a todos y que, en particular, es especialmente crítico en la terapia de las personas afectadas por traumas de infancia. En todo caso, su poesía nos define este divorcio que parece existir entre el adulto que somos hoy y el niño que fuimos ayer, y que lleva al poeta a preguntarse: ¿Quién fui? ¿Qué fui? ¿Qué fuimos?, y a lo que el poeta responde desde ese divorcio con el que parecemos vivir:

                                                                   No hay respuesta. Pasamos.

                                                                   No fuimos. Éramos. Otros pies,

                                                                   otras manos, otros ojos.


Efectivamente, en muchas ocasiones parecemos mirar hacia nuestra infancia como si el niño que fuimos era "otro", una mirada hecha desde unos ojos y un ver (el duro pistilo, la madera del hombre) que parecen ya haber olvidado que el niño que fuimos no puede mirarse desde nuestra condición presente. Aunque intelectualmente todos sabemos que un niño es muy distinto de un adulto, parece que emocionalmente lo ignoramos, que vivimos presa de la rigidez de nuestra supuesta identidad presente. Neruda nos transmite con su verso esa construcción de la que somos objetos y que Lacan nos introdujo en su conocido "estadio del espejo":


                                                            Todo se fue mudando hoja por hoja

                                                            en el árbol. ¿Y en ti? Cambió tu piel,

                                                            tu pelo, tu memoria. Aquél no fuiste.

                                                            Aquél fue un niño que pasó corriendo

                                                            detrás de un rio, de una bicicleta,

                                                            y con el movimiento

                                                            se fue tu vida con aquel minuto.

                                                            La falsa identidad siguió tus pasos.


Efectivamente, y como nos dice Lacan, nos construimos a partir del otro, y lo que podría parecer una identidad es, en realidad, una construcción hecha a partir del espejo en que nos reflejamos en la infancia en los otros que nos rodean, ellos son, en realidad, quienes nos construyen. En cierta manera, nuestra identidad es una construcción ortopédica, un "traje" que no elegimos, sino al que nos vimos impelidos:

                                                            Día a día las horas se amarraron,

                                                            pero tú ya no fuiste, vino el otro ,

                                                            el otro tú, y el otro hasta que fuiste,

                                                            hasta que te sacaste

                                                            del propio pasajero,

                                                            del tren, de los vagones de la vida,

                                                            de la substitución, del caminante.

                                                            La máscara del niño fue cambiando,

                                                            adelgazó su condición doliente,

                                                            aquietó su cambiante poderío:

                                                            el esqueleto se mantuvo firme,

                                                            la sonrisa,

                                                            el paso, un gesto volador, el eco

                                                            de aquel niño desnudo

                                                            que salió de un relámpago,

                                                            pero fue el crecimiento como un traje!

                                                            Era otro el hombre y lo llevó prestado.


Sin embargo, el reflejo que hallamos en los espejos que nos rodean (familia, escuela, sociedad en general) no siempre nos ayudaran a comprender que la construcción ortopédica que hemos sufrido necesita de una reflexión y de una revisión hasta que, poco a poco, vayamos retornando a nuestro ser, un ejercicio de reflexión y revisión que nos devuelva a la posibilidad de desidentificarnos de esa fasta identidad que portamos cono un traje, para podernos preguntar ¿quien soy y qué fuimos? ¿qué soy y que fui? ¿qué somos y que fuimos? Una interrogación que nos ofrece un margen para comprender al niño que fuimos desde el replantearnos el adulto que somos, para pasar de una falsa identidad y de una falsa individualidad, a iniciar, en palabras de Jung, un camino de individuación, es decir, un camino para retornar y desarrollar nuestra propia singularidad como una manera de estar con nosotros mismos, y desde nosotros mismos con el mundo. Ser nosotros mismos, como ciertas lecturas provenientes de una lectura superficial, o de la interpretación errónea de algunos conceptos, nada tiene que ver con el egocentrismo ni con el individualismo. Todo lo contrario, se produce un acercamiento más genuino y empático a la existencia humana y a la naturaleza en general.


Pero como decía, los espejos en los que nos vamos a reflejar, no siempre van a favorecer esa reflexión y revisión, sino que, todo lo contrario, nos esclavizan a seguir manteniendo esa falsa identidad, a no salir de los límites de su construcción ortopédica. En ese sentido, podemos recurrir al conocido poema de Mario Benedetti "La infancia es otra cosa" , donde se nos habla de esos espejos cuyo reflejo nos devuelve un daño profundo que nos aleja de la posibilidad de retornar a nuestra singularidad:

            un día de estos habrá que entrar a saco
            la podrida infancia
            habrá que entrar a saco la miseria.

Esos reflejos, que al parecer de Bendetti, nos llevan a vestir un traje incómodo en el que intentamos aparentar que nos movemos libremente, a pesar de sentir como día a día más que un traje es un corsé que se estrecha y nos asfixia. Son sus consecuencias esos versos que Neruda nos narra en su poema:

                                                            De silvestre

                                                            llegué a ciudad, a gas, a rostros crueles

                                                            que midieron mi luz y mi estatura,

                                                            llegué a mujeres que en mi se buscaron

                                                            como si a mi se me hubieran perdido,

                                                            y así fue sucediendo

                                                            el hombre impuro,

                                                            hijo del hijo puro

                                                            hasta que nada fue como había sido,

                                                            y de repente apareció en mi rostro

                                                            un rostro de extranjero


Neruda ya nos introduce al cambio de la infancia a través de esa paso "de silvestre llegué a ciudad", en un paralelo de cómo la civilización ha pervertido la naturaleza, de como el mundo adulto pervierte también esa dimensión de lo natural que existe en el niño. De la misma manera que la civilización ha conflictuado con la naturaleza, el mundo de los adultos parece hacerlo con el de los niños, en ocasiones con una violencia brutal. Ese mismo conflicto es el que también habita en nosotros, como de duro, y también en ocasiones brutal, el olvido al que le conminamos. En realidad, ¿qué sabemos en profundidad de lo que el niño que fuimos vivió en su infancia? ¿Y qué sabemos del adulto qué somos si no conocemos ese niño del que se gestó? - el hombre impuro, hijo del hijo puro -. Venos también la carencia afectiva manifestada en lo relacional afectivo, esa necesidad de amor insaciable porque no hay amor hacia nosotros mimos - mujeres que en mi se buscaron, como si a mí se me hubieran perdido - ¿De dónde creemos que surge esa carencia insaciable? ¿Y qué creemos que la hace persistir insaciable? El rostro de extranjero que somos para el niño que nos habita.

¿Quién fui? ¿Qué fui? ¿Qué fuimos? son preguntas que sólo se pueden contestar cuando nos atrevemos a preguntarnos en el momento presente, sinceramente, abiertamente, ¿quién soy? ¿qué soy? ¿qué somos?, y darnos cuenta que, en realidad, "no somos", que somos para nosotros mismos también "un rostro de extranjero". Y es desde ese rostro que, cuando miramos hacia atrás, ya no parecemos reconocer aquel qué fuimos. Un divorcio interno, un abandono, tan grave como los sufridos en la infancia, y que generan una fractura en nuestra historia que, justamente, nos aleja de la posibilidad de cuidar las heridas sufridas, de sentir respeto, compasión y amor por nosotros mismos. Todo lo contrario, las heridas se perpetúan y se ahondan en nuestra vida como una compulsión a la repetición, como ya nos describió Freud, o una gestalt incompleta como lo hizo Perls, o un guion de vida como lo hizo Eric Berne.

Dicen de esta fractura los versos finales de Neruda:

                                                            y era también yo mismo:

                                                            era yo que crecía,

                                                            eras tú que crecías,

                                                            era todo,

                                                            y cambiamos

                                                            y nunca más supimos quienes éramos,

                                                            y a veces recordamos

                                                            al que vivió en nosotros

                                                            y le pedimos algo, tal vez que nos recuerde,

                                                            que sepa por lo menos que fuimos él, que hablamos

                                                            con su lengua,

                                                            pero desde las horas consumidas

                                                            aquél nos mira y no nos reconoce.


En realidad, creo que estos versos también podrían reformularse, en lo que es una aproximación más cierta, poniendo énfasis en el adulto que no recuerda al niño:

                                                            y a veces, el que vivió en nosotros
                                                            nos pide algo, tal vez que le recordemos,
                                                            que sepa que por lo menos fuimos él, que hablamos
                                                            con su lengua,
                                                            pero desde las horas consumidas,
                                                            miramos y no le reconocemos.

Estos versos del poeta tienen su expresión psicológica cuando Jung dice: "... si el estado presente se ha puesto en contradicción con el estado infantil [...] quizá se ha separado violentamente de su carácter originario a favor de una "persona" arbitraria, que conviene a la ambición, y se ha vuelto a-infantil y artificial y ha perdido sus raíces." [3]

II. SOBRE LA PSICOLOGÍA DE LA POLARIDAD ADULTO-NIÑO.

El motivo del niño no solo presenta algo que ha sido y que ha pasado hace tiempo sino también algo actual, es decir,  no es solo un residuo sino un sistema que sigue funcionando hoy y que está destinado a compensar o corregir adecuadamente los inevitables unilateralismos y extravagancias de la consciencia.[4]

Desde un punto de vista de polaridades, esta se nos presenta creando un, por llamarlo de alguna manera, "ancho de banda" que se establece entre ambos opuestos. Este "ancho de banda" nos permite modular las características que ambas polaridades nos ofrecen, como por ejemplo entre la vulnerabilidad y la fortaleza, entre la firmeza y la flexibilidad, entre la agresividad y la ternura, etcétera. Creo que, en esa dirección, las reflexiones de Jung acerca del arquetipo del niño nos permiten comprender mejor que sentido tiene el reencuentro con ese pasado olvidado de un yo que fuimos y parecemos haber olvidado.

Jung destaca algunas características que el arquetipo del niño representa. Me gustaría destacar dos de ellos que nos permiten reflexionar acerca  del por qué de la necesidad de ese encuentro o reencuentro entre adulto y niño.

- El desvalimiento del niño.

El desvalimiento del niño, relacionado con su alto grado de necesidad y dependencia, nos enfrenta con las consecuencias que este sufre cuando estas necesidades son desatendidas y la atención que requiere
abandonada. En muchos sueños, aparecen niños que representan esta "condición doliente". Su imagen busca conmocionar nuestra consciencia no sólo para comprender que le sucedió, sino para agitarla en una cuestión que nos invoca: ¿por qué tu también me sigues desatendiendo y abandonando, abusando o maltratando? O lo que es lo mismo, porqué ya ahora, como adulto, continuas desatendiéndome, abandonándome, abusándome o maltratándome. 

Ese niño onírico tiene, como diría Jung, un alto contenido numinoso. Veamos un ejemplo de una escena de un sueño:

Me observo en casa de mis padres y tengo una edad de unos cuatro o cinco años, no más. Sostengo entre mis manos, y apoyada en mi pecho, un clavel rojo. Estoy solo y ando por el pasillo de casa y el comedor, y las habitaciones vacías buscando a quién darle ese clavel.

Obviamente, y como se deriva del trabajo realizado con ese sueño, este significa que el soñante, metafóricamente, aun sigue viviendo en su casa paterna, es decir, que su adulto aun sigue determinado por los condicionamientos que en ella sufrió, y que como tal sigue y perpetúa la ignorancia por el niño que mora en su interior buscándole sin hallarlo, y que representa no sólo su vulnerabilidad y su herida, sino también a todos los opuestos que moran como fondo rígido de otros opuestos contrarios establecidos como figura rígida.

- La invencibilidad del niño.

El "niño" [...] personifica poderes vitales que están más allá de la limitada extensión de la consciencia, caminos y posibilidades de los que la consciencia, en su unilateralidad, nada sabe, y una totalidad que incluye las profundidades de la naturaleza. Representa el impulso más fuerte y más inevitable del ser: el que lleva a desarrollarse a sí mismo. [5]

Volvemos al niño no sólo para repararle a él, sino también para que él vuelva a nosotros para devolvernos esta fuerza que perdimos, la fuerza de ser uno mismo. Esa fuerza vital del niño fue obstruida por los procesos de socialización que, si bien necesarios, no obstante, incluyen demasiadas miopías y ejercicios de poder invalidantes o despreciativos. Recordemos al poeta: "pero fue el crecimiento como un traje! / Era otro el hombre y lo llevó prestado."

El adulto puede darle al niño la mirada, la escucha, la palabra y el contacto que no le fue dado en su momento, y cuya falta o deficiencia, o incluso maltrato, se constituyó poco a poco, impasiblemente, ciegamente, en ese "traje" que sustituyó la potencia del crecimiento por una estructura formal, una rígida armadura. A su vez, el niño puede transmitirle esa fuerza vital que le caracteriza, a la vez que la potencialidad que abre a reconsiderar caminos y posibilidades hasta entonces no contempladas apresadas en la rigidez de su traje.

III. CAMINANDO HACIA LA VIDA.

Quisiera acabar este trabajo mediante una ilustración de la artista Nina Moth, quien con una sutil delicadeza nos presenta en esta tierna imagen a una niña y una mujer cogidas de la mano. Creo que esta imagen sintetiza con claridad el sentido de este trabajo de re-descubrimiento y re-encuentro, y su objetivo. En su ilustración ambas parecen andar lentas y tranquilas, confiadas la una con la otra, acompañándose y cuidándose con amor y comprensión con un mismo objetivo: cada una de ellas saca de las sombras a la otra, cada una de ellas ayuda a la otra a dirigirse a la luz en un caminó de consciencia. 

No nos confundamos, no es el adulto quien saca de las sombras al niño,  o no es solo eso, es también el niño quien le saca a él de ese "traje prestado" con el que ha estado andando por la vida para, poco a poco, poder de nuevo ser "el propio pasajero, del tren, de los vagones de la vida". 

Ilustración de Nina Moth



NOTAS.
_________________________

[1] Poesía "El niño perdido":

Lenta infancia de donde

como de un pasto largo

crece el duro pistilo,

la madera del hombre.

 

¿Quién fui? ¿Qué fui? ¿Qué fuimos?

 

No hay respuesta. Pasamos.

No fuimos. Éramos. Otros pies,

otras manos, otros ojos.

Todo se fue mudando hoja por hoja

en el árbol. ¿Y en ti? Cambió tu piel,

tu pelo, tu memoria. Aquél no fuiste.

Aquél fue un niño que pasó corriendo

detrás de un rio, de una bicicleta,

y con el movimiento

se fue tu vida con aquel minuto.

La falsa identidad siguió tus pasos.

Día a día las horas se amarraron,

pero tú ya no fuiste, vino el otro ,

el otro tú, y el otro hasta que fuiste,

hasta que te sacaste

del propio pasajero,

del tren, de los vagones de la vida,

de la substitución, del caminante.

La máscara del niño fue cambiando,

adelgazó su condición doliente,

aquietó su cambiante poderío:

el esqueleto se mantuvo firme,

la sonrisa,

el paso, un gesto volador, el eco

de aquel niño desnudo

que salió de un relámpago,

pero fue el crecimiento como un traje!

Era otro el hombre y lo llevó prestado.

 

Así pasó conmigo.

 

De silvestre

llegué a ciudad, a gas, a rostros crueles

que midieron mi luz y mi estatura,

llegué a mujeres que en mi se buscaron

como si a mi se me hubieran perdido,

y así fue sucediendo

el hombre impuro,

hijo del hijo puro

hasta que nada fue como había sido,

y de repente apareció en mi rostro

un rostro de extranjero

y era también yo mismo:

era yo que crecía,

eras tú que crecías,

era todo,

y cambiamos

y nunca más supimos quienes éramos,

y a veces recordamos

al que vivió en nosotros

y le pedimos algo, tal vez que nos recuerde,

que sepa por lo menos que fuimos él, que hablamos

con su lengua,

pero desde las horas consumidas

aquél nos mira y no nos reconoce.


[2] Para ver la poesía de Benedetti pulsa aquí.

[3] Jung, C. G. Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. Acerca de la psicología del arquetipo del niño. OC 9/I. Ed. Trotta, par. 274

[4] Ver nota 3, par. 304

[5] Ver nota 3, par. 289